De Gira por la Villa

De Gira por la Villa

A Story by Augusto Cruz
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Una historia de ficción realista que habla sobre la experiencia de él y su guerra y de él contra la guerra de su "nación"

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De Gira por la Villa

Siempre fue mi sueño el viajar por el mundo, visitar nuevos y exóticos lugares, culturas extrañas y totalmente diferentes a la mía. La voz de la aventura siempre gritó a mis oídos desde muy niño. Las historietas de Tarzán y Conan, las películas de "El Fantasma", las aventuras de Jacques Custeau, inflaban mi imaginación y me hacían volar, soñar despierto. Me decía siempre;

-“Algún día exploraré la selva y la tundra africana en un safari, iré a visitar el inclemente “Outback” australiano y navegaré las peligrosas pero hermosas aguas del Amazonas brasileño. Visitaré China y recorreré la Gran Muralla, me extasiaré con su hermosa música. Viajaré al futuro con la tecnología de la única sociedad pos-apocalíptica de la tierra, me deleitaré con la cocina japonesa y me dejaré acariciar por sus Geishas... Quién sabe si plantaré mi pié en Papúa, donde antes se comía gente...”

Ya cumplido mi sueño, me vi rodeado de verde. La jungla lo cubría todo. Los árboles estorbaban la luz de los cielos y casi siempre llovía. La fascinante cultura budista oriental se paseaba a mi alrededor y los grandes templos de antaño yacían en ruinas. El estruendo nunca cesaba. Los fuegos artificiales eran tan distintos a los de Disney y los 4 de julio de mi país. A veces se escuchaban a lo lejos como un susurro que nos recordaba en dónde nos hallábamos y otras veces tan cerca que hacían temblar la tierra con cada estallido. La pobreza que hallé era tanta y el panorama tan diferente a lo que se veía en la tele. Los niños tenían sus caras muy duras, mendigaban en las calles, huérfanos y las Geishas, no lo eran, eran niñas pequeñas que vendían sus cuerpos para obtener algo qué llevar a sus bocas y a veces a la de sus hermanitos. Eran las jefas de casas destruidas en su fundamento y en su mente... Sus corazoncillos rotos y confundidos llorarían por generaciones la razón de nuestra visita. En aquel lugar, con mi arma en la mano, no era el vaquero justiciero, poderoso e inmortal de las tirillas del Llanero Solitario o "Flash Gordon", sino uno más de los hermanos que vestíamos de verde para poder confundirnos con la maleza y la arboleda, heridas de muerte y llorosas, para que “Charlie” no nos viera. Fue una gira para la que me ofrecí en busca de aventura, con ideales de sueños prometidos, que pensaba no se cumplirían si yo no hacía lo mío, si no cumplía con mi parte, mi deber en defensa de mi patria y los ideales que ella representaba. Sería el salvador del mundo y de la democracia.

Otra noche de patrulla y dejamos el campamento base para dirigirnos nuevamente hacia la villa a orillas de un pequeño río que cruzaba un hermoso valle rodeado de montañas, con una sola entrada y salida, cuarenta millas al norte del delta del río Mekong. Se nos había instruido a ser en extremo cautelosos, pues los habitantes de la villa eran todos peligrosos, ellos eran todos “Charlie”. La villa era una muy pequeña, pero estaba caliente y había que apagarla... Esa es la forma de ganar una guerra. Esa era última gira para ese lugar, pero esa vez no era tan solo patrulla. Llegada la madrugada, la invadiríamos. Nuestra misión era la de apostarnos cerca de la villa, estableciendo un perímetro a su alrededor y simplemente vigilar cualquier movimiento sospechoso por algunas horas en lo que llegaba la hora cero, a las treinta y ocho horas, de forma similar a lo que habíamos estado haciendo desde hacía unas semanas. Nunca noté nada fuera de lo ordinario allí, pero se nos dijo que algo estaba pasando y que éramos nosotros los perfectos para ese trabajo... Éramos “los elegidos”.

Esa noche fue especialmente húmeda y larga. No habíamos tenido cigarrillos desde hacía varias semanas, las cervezas raramente llegaban y el correo estaba atrasado. Las municiones venían sin horarios programados, de cuando en cuando y se nos decía que era parte del paquete, que teníamos que bregar con eso; “Es lo normal, nada pasa, estamos ganando”. Tenía una sensación, un presentimiento extraño acerca de esa noche, algo que no había sentido anteriormente desde que estaba allí, que me hacía sentir más nervioso de lo usual y aumentaba mis deseos de fumarme un cigarrillo. Mis huesos sentían penetrar el frío. Frío que no parecían sentir los mosquitos. Nos atacaban más ferozmente que nunca, estaban más nerviosos y agresivos que nosotros y tan dispuestos a dar la batalla como nuestro enemigo. También era su tierra.

Una vez cesó el aguacero que parecía sería eterno, el silencio de la oscuridad se tornó en una mezcla del zumbido agudo de los insectos y el cantar alegre de los sapos, mezclado con nuestras agitadas respiraciones. Ninguna palabra fue dicha por horas ni nos atrevíamos a mirarnos a las caras los unos a los otros. Tal vez temíamos hallarnos con que aquellos en los cuales dependíamos estaban tan aterrados como nosotros.

Miles de pensamientos inundaron mi mente en aquellos momentos. Recuerdos de mi niñez, de mi madre... Imágenes de mis amigos y todo aquello que representaba mi hogar, allá en el bario Jurutungo, en Puerto Rico. Ahora podía odiarme por haber sido tan áspero con mamá tantas veces. Deseaba estar esa noche escuchando alguna de sus “cantaletas”, de esas que las madres suelen descargar contra sus hijos cuando hacemos lo malo. Hubiese dado cualquier cosa por poder ir con mami el domingo siguiente a la iglesia de mi barrio y al catecismo que tanto detestaba... pero no sabía si llegaría al sábado de esa semana, si algún día regresaría al país al cual defendía, a aquello que realmente era mi vida.

La vida real no tenía nada que ver con lo que había estado viviendo y sobreviviendo durante los seis meses previos a aquel día. Era una pesadilla muy real de la cual no se podía despertar y en la cual dormir era un lujo. Era más bien como un infierno sobre la tierra, un infierno que podía ver y palpar con todos mis sentidos y emociones ya perturbadas, algo que jamás pensé podría existir. Si existe el infierno,
debía ser aquello. “Infierno” es una palabra que muchos dicen a modo de juego, bromean con ella, algunos la predican, otros le temen, pero que casi nadie conoce. Es absoluta locura, algo irreal y abstracto, como aquel lugar que nos apresaba entre sus fauces, en donde todas las manifestaciones del mal deambulaban y pasaban sus mejores vacaciones. Desde el día en que llegamos, el hedor de la muerte nos seguía a todas partes, desde el momento en que el avión que nos llevó allí cruzó las fronteras del Hades. No llegas acostumbrarte a ese olor. El constante ruido de los bombardeos era tan agudo y alto que muchas veces no podías escuchar las voces de tus compañeros... ¡Esta noche estaba tan silenciosa! Parecía que la guerra hacía silente sus oraciones de acción de gracias antes de tenernos como plato principal esa madrugada, tan solo interrumpida por un muy quedo sonido del radio operador comunicándose en clave cada hora con el campamento base.

Nuevo movimiento entre nosotros, pero la villa estaba más quieta que nunca. Me preguntaba si nos estarían esperando para emboscarnos y si estaban silenciosos por esa razón, aunque realmente nunca vimos movimiento militar alguno en el lugar. La hora de movilizarnos ya se avistaba en el anaranjado horizonte, demarcado por la silueta de espesas arboledas sobre los montes aledaños, testigos mudos de nuestros más profundos miedos hechos realidad. No nos habíamos comenzado a mover y el chico que recién había llegado el día anterior ya parecía desfallecer mientras el horror, morboso acompañante de todo el que habitaba esa tierra, jugaba a gusto con las expresiones de los rostros, especialmente los de los novatos. Equipados y armados hasta los dientes, asumimos posiciones y se abrieron nuevamente las comunicaciones entre los diferentes escuadrones estacionados en los diversos puntos del perímetro que habíamos establecido para coordinar eficientemente el ataque. Una mujercilla salió de una de las chozas haciendo que todos nosotros apuntáramos con nuestras armas hacia donde ella estaba, para defendernos de cualquier posible ataque. Todos eran peligrosos, todos eran “Charlie”. Llevaba a su chiquillo en brazos. Recuerdo como Mc Cormik dijo de inmediato; “Mira al pequeño comunista bastardo, algunos años más y no será otra cosa sino un asesino de americanos más. Jodámoslos a todos, no merecen nacer.” No podía entenderle, aún cuando nos hallamos ante soldados enemigos de tan solo 13 años de edad en Saigón... ¡Pero este era tan solo un bebé inocente!

Según pasaban los segundos, un muy lejano sonido, como el de un trueno al nacer, apareció desde el oeste, aumentando cada vez más su intensidad y el verdadero temblor del miedo se sintió en mi interior. Un pánico casi incontrolable que me hacía actuar y pensar con torpeza. En la medida que el rugido como de trueno aumentaba, se pudieron divisar cinco pequeñitos puntos que se acercaban aceleradamente por los cielos. Recibimos órdenes de avanzar cien metros, hasta el borde de la arboleda y mantener allí posiciones. Los pequeños bombarderos comenzaron a soltar bombas “Napalm” sobre toda la villa a la vez que, con cada explosión, los gritos horrorizados y de dolor de hombres, mujeres y niños indefensos llegaban a nuestros oídos. En cuestión de segundos, la villa se tornó en un gran incinerador a cielo abierto. Acto seguido, dos helicópteros llegaron galopantes sobre el viento y el humo negro que se alzaba imponente hasta el cielo, escupiendo fuego de metralla a mansalva. Ninguna vida debía salvarse, la aniquilación debía ser absoluta. Neutralizar al enemigo, tomarlo por sorpresa era la misión de nosotros, los héroes de la nación estrellada. Mujeres, niños, viejos, animales, absolutamente todo lo que se moviera era despojado de su vida al instante.

Finalmente, la orden llegó; “Avancen, disparen a discreción”. Y avanzamos feroces contra los restos en llamas de la villa. Alguien pasó corriendo frente a mí, envuelto en llamas, emitiendo desgarradores gritos de dolor y desesperación, inmediatamente, en un acto reflejo, le disparé dos veces liberándolo de su martirio sin detener mi carrera hacia las chozas que quedaban en pié. Era un manicomio, una locura rabiosa de confusión y sin sentido, que pasaba ante mis ojos como una película en cámara lenta, sin color y sin sonido... No vi a ningún soldado vietnamita que disparara contra nosotros. Tan solo campesinos y agricultores de arroz que habían tenido la mala fortuna de haber nacido en el país contra el cual mi nación se ensañó, eran baleados y quemados porque sí. No atrapar prisioneros fue la orden.

Entre el humo, la tos, los disparos y los gritos se desorienta uno fácilmente y mantenerse enfocado es casi imposible. Decidí pues encargarme junto a Bonilla, mi inseparable amigo y compatriota, de las poquitas chozas que quedaban. Me apresuré a acercarme a una dentro de la cual me pareció haber percibido movimiento. Mi corazón se aceleró más aún de lo que ya estaba. Le hice señales a mi compañero y me lancé gritando hacia el interior de la misma, deteniéndome en el centro de la pequeña vivienda ante la imagen frente a frente de mi primer enemigo vietnamita, un soldado del Viet Cong... Miré a la cara por primera vez a “Charlie”. Estaba tirado en el suelo, como herido desde donde alzó su arma, apuntándola directamente hacia mi cabeza, por lo que, sin pensarlo, disparé casi todas las balas que tenía en mi M-16, abriendo un gran orificio en el centro de su pecho, a través del cual se podía mirar hacia el otro lado. Luego salí corriendo y gritando; “¡Me eché a uno, me eché a uno!”

El tiroteo ya había cesado casi por completo y se hallaban todos los demás soldados agrupando a los pocos sobrevivientes del ataque en el centro de la villa, en donde tan solo se podían apreciar muertos y pedazos de cuerpos desparramados por doquier. Agarré a mi compañero por el brazo y lo halé hasta la choza para enseñarle el cadáver del bastardo que había matado, como si fuera un trofeo, para encontrarme con algo diferente, algo inesperado... el soldado ya no estaba, se había ido. En su lugar había un chiquillo de doce años con una sola pierna y un inmenso hoyo en el pecho, a través del cual se podía ver el otro lado. En su mano tenía un bastón, con el cual se ayudaba a caminar. Sentí entonces que el mundo se me derrumbó encima y salí de la choza en estado de “shock”, impresionado y abatido por el grave error que había cometido. Una mujer, que parecía ser su madre vino hacia mí llorando y gritando en otro idioma, pero creo que entendía perfectamente cada palabra que me decía. Me reclamaba por la muerte de su hijito inocente, mutilado ya en cuerpo y alma por la guerra. Uno de mis compañeros la golpeó en la cabeza con su arma, desparramando su cerebro fuera de ella, a la vez que me gritaba que ella me pudo haber matado y no me defendí.

Todo el ruido pasó a sonar distante al darme yo cuenta de lo que había hecho. Sabía que jamás me perdonaría esta grave falta, pues no fue a eso a lo que fui a ese lugar. No me engañaría a mí mismo justificándome y culpando a la guerra por mi cruel acto. Era yo una basura, peor que cualquier enemigo del Viet Cong. Vine voluntariamente a este lugar a matar a los enemigos de la democracia, no a civiles, inocentes víctimas de los negocios turbios de otros y las ansias de poder de algunos
“hermanos” humanos que estaban dispuestos a lo que fuera con tal de sentarse en un sucio trono político, construido con los cuerpos de sus compatriotas, pegados con su sangre y sostenido por sus almas destrozadas. Ese no era nuestro país, esa no era nuestra lucha y ellos no eran soldados comunistas.

Esa noche regresamos al campamento base, luego de recibir estrictas órdenes de mantener todo lo ocurrido en secreto. ¡Era una orden! Las instrucciones fueron las de dar el testimonio de que la mayoría de las muertes fueron de soldados fuertemente armados y algunas pocas accidentales de civiles. Los daños colaterales muy limitados, eran la parte lamentable, pero necesaria para la obtención de una gran victoria. Ninguno de nosotros regresó con un solo rasguño por parte del enemigo, por lo cual ya se consideraba la operación más exitosa de la campaña norteamericana en Viet Nam hasta ese momento. La villa estaba localizada al fondo de un valle, rodeado por tres montañas totalmente cubiertas por espesa selva tropical, lejos de cualquier camino importante para el avance militar nuestro o del enemigo. No tenía esa villa ningún valor militar real para nadie. De hecho, tratar de establecer cualquier tipo de facilidad en ese lugar hubiese sido una completa locura pues a causa de su geografía, su posición la haría totalmente vulnerable a cualquier ataque. Al día de hoy, no existe explicación coherente alguna que justifique la masacre que realizamos esa oscura mañana de verano del 1969... Absolutamente ninguna razón válida y, en su lugar, existe una proclama declarándonos héroes de guerra y soldados ejemplares.

Al pelotón completo se le concedió un par de días de ocio en el campamento base. Todos se fueron a las barracas subterráneas a donde acostumbrábamos a ir, cuando podíamos, a celebrar fumando cantidades exorbitantes de marihuana y todas las bebidas alcohólicas que existían, cortesía del ejército de los Estados Unidos de América. Yo no quise ir esa noche. No estaba en ánimos de celebrar nada, pues nada bueno había que celebrar. Me quedé en la barraca para tratar de agarrar un poco de sueño razonable, algo que venía ansiando desde hacía meses, pero el constante regresar de las imágenes de ese día, el repetido retumbar de mi arma descargando su contenido sobre un chiquillo inválido, se aseguraban de acompañar mi soledad y espantar al sueño cada vez que trataba de acercárse a mí para hacer su trabajo. Comencé a hacerle preguntas a Dios, luego de años de tan siquiera dirigirle la palabra, tratando de escuchar su voz explicándome qué estaba pasando. ¿Cómo podría sacarme esta pesada culpa de mi corazón? En ese momento todo lo que sabía sobre mi nación, esta guerra y el supuesto derecho y obligación que teníamos para estar allí estaban completamente equivocados. Le dije a Dios;

-“No vine aquí a matar por el mero placer de hacerlo. Vine porque deseaba hacer lo correcto... No quiero seguir haciéndolo, no quiero volver a matar otra vez. ¡Oh Dios!, ¡Estoy tan arrepentido de todo esto... por favor ayudame!” Todo esto lo dije sumergido en un profundo e incontenible llanto, como nunca antes había llorado en mi vida.

Luego de haberme calmado bastante, agarré mi M-16, le inserté el magazín lleno de balas y coloqué el cañón en mi boca. Pausé durante algunos segundos más, pero no pude hacerlo. Me sentía sin salida. No quería yo pudrirme en el infierno, pero en donde estaba yo, no había otra cosa que hacer, sino matar para mantenerse vivo. No quería tampoco la vergüenza de ser encarcelado por cobardía y traición a la patria. Por alguna razón, todas las creencias sobre Dios, que alguna vez tuve estaban de vuelta y, con ella, el deseo de hablar con Él nuevamente, esta vez con una mayor convicción y deseo de ser escuchado. Le dije;

-“Dios, tan siquiera estoy seguro de que existas, no sé si estás allá arriba, pero, si es así, te necesito ahora. Perdóname Dios por lo que hice, perdóname por haberme olvidado de ti, por haberte postergado y no llamarte hasta esta hora de desesperación. Dios, no quiero volver a matar, no tengo las agallas para quitarme la vida, pero necesito un milagro aquí. No quiero matar más, por favor, ayúdame Dios... Amén." Y sentí paz en medio del infierno. Una inmensa e inexplicable paz me sobrecogió y, de alguna forma, sabía que Dios me había escuchado.

Completamente calmado ya, decidí darme una vuelta por la barraca de las fiestas para unirme a la celebración que mis camaradas llevaban a cabo, sin embargo, de camino hacia allá, me dí cuenta que no era el tipo de disfrute que andaba buscando, así que decidí dar un paseillo por el perímetro del campamento a fumarme un cigarrillo, solo. Llegado al borde sur del perímetro, encendí un Marlboro, agarré la tan esperada bocanada de humo y la solté con gran placer, mirando a la nada, sin enfocarme en nada. Un sonido distante como el de petardos en un carnaval rompió el inexistente silencio y sentí de repente como si me hubiesen pegado un fuerte puñetazo en la frente que me tiró de espaldas al suelo, mi visión se fue tornando borrosa hasta que se oscureció por completo. Escuchaba cómo todo el ruido aumentaba, pero esta vez eran disparos desde mi lado de la cerca hacia la arboleda afuera del campamento. “¡Man down, man down... Doctor, medics!” era todo lo que se escuchaba entre la gritería confusa y el tiroteo constante, pero no me podía mover... El ruido se fue apagando hasta que la oscuridad era también silente.

Sentí cómo era levantado del suelo, pero no en una camilla, de manos de mis compañeros, y comencé a ver nuevamente. Veía cómo me seguía elevando mientras pasaba a mis compañeros quienes quedaban abajo en el suelo, debajo de mí. No entendía nada de lo que estaba pasando hasta que llegué al lugar más tranquilo en el que jamás hubiese estado. Pensé que era un sueño, uno que había ansiado por largo tiempo. Me hallé allí, frente a alguien muy grande, inmenso, grandioso. Coros
celestiales cantaban todo el tiempo hasta que una dulce voz me llamó por mi nombre y me dijo; “Hijo mío, Yo soy el que soy y tú eres mi hijo. He escuchado tu oración y tu fe es real. Mucho tiempo te he esperado y al fin llegas. Ya no sufrirás más. Como me pediste, ya no no volverás a matar.

~ Augusto Cruz ®© Todos los derechos reservados os METALOMAN PUBLISHING

© 2011 Augusto Cruz


Author's Note

Augusto Cruz
Espero la disfruten y la honestidad en la crítica, por cruda que sea es agradecida.

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Added on July 6, 2011
Last Updated on July 6, 2011
Tags: Vietnam, guerra, Dios, Augusto Cruz, Puerto Rico, Cuanto, Historia, muerte, prejuicio.

Author

Augusto Cruz
Augusto Cruz

Carolina, Caribbean, USA., Puerto Rico



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Yo Soy Augusto Cruz: Augusto Cruz, cuyo nombre real es Héctor Augusto García Cruz, soy yo, un escritor aficionado de muchas obras y obritas de diversos géneros, tanto en ingl&e.. more..

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